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Pese a la inmensidad de la superficie cubierta por las aguas marinas, cerca del 70 % del planeta, su equilibrio es cada vez más difícil, con riesgos crecientes como los incrementos de nivel y temperatura, que en 2018 alcanzaron cifras récord, según datos de la Organización Meteorológica Mundial.
Prueba de la fragilidad de estos ecosistemas es la reciente catástrofe ecológica del llamado Mar Menor, parte del Mediterráneo ubicado en el sureste de España, donde el pasado mes de octubre aparecieron toneladas de peces muertos tras un episodio de lluvias torrenciales.
La combinación del agua dulce y el vertido indiscriminado durante decenios de sedimentos y restos orgánicos procedentes de la agricultura intensiva y de una costa fuertemente urbanizada, colapsó a flora y fauna tras dejarla literalmente sin oxígeno y convirtió la zona en un mar “más que moribundo” según definición de Jordi Camp, investigador del Instituto de Ciencias del Mar-CSIC de España.
Y es que el Mediterráneo es uno de los mares más vulnerables para la crisis climática y, según la FAO, el mar más sobreexplotado del mundo: su única salida es el estrecho de Gibraltar entre España y Marruecos, carece de suficientes mecanismos naturales para mitigar los efectos negativos del clima y está rodeado por una intensa actividad humana.
Instituciones como la Unión por el Mediterráneo o el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente han alertado de que su cuenca registró un aumento de temperaturas de 1,5 grados respecto a la era preindustrial y prevén que en los próximos años sufra cada vez más olas de calor, más sequías y también más lluvias torrenciales, todo lo cual derivará en efectos socioeconómicos y medioambientales graves.
En casos como el Ártico, el calentamiento en principio no debería ser tan negativo, ya que la reducción de hielos mejoraría las rutas de navegación y facilitaría la explotación de los recursos naturales, aunque ello puede generar conflictos por el control de esos recursos.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha advertido en repetidas ocasiones que el desarrollo de esta zona, donde el 40 % de la población es rusa, es ya prioridad de Estado y parte de sus planes de desarrollo geoestratégico: Moscú creó ya en 2014 el Mando Estratégico Unificado de la Flota del Norte o Tropas Árticas para asegurar y proteger su presencia en la zona.
Las modificaciones climáticas traerán consigo además otros problemas como el derretimiento del permafrost, la capa de suelo permanentemente congelada sobre la que se asientan edificios, carreteras e infraestructuras, que debido al ablandamiento de los suelos, resultarán seriamente dañadas y hasta destruidas.
Otros mares fríos, como el del Norte o el Báltico sufren problemas de contaminación de metales pesados, contaminación por tráfico marítimo, sobreexplotación pesquera o una presencia desmesurada de parques eólicos y plataformas petroleras que, según el Consejo Internacional para la Exploración del Mar (ICES), ha puesto a especies como el bacalao al borde del colapso.
Ello, sin olvidar la eutrofización o acumulación de residuos orgánicos ricos en nitratos y fósforos procedentes de la agricultura, que provoca la proliferación de algas -que a su vez acaban con el oxígeno- o la proliferación de especies invasoras que, gracias a un clima menos frío, son ahora capaces de instalarse en el ecosistema y desplazar a las locales.
Mares con temperaturas más elevadas como el Caribe, presentan problemas similares de contaminación por los desarrollos costeros: aguas fecales, plásticos, residuos agrícolas y químicos o vertidos petroleros están desquiciando un ecosistema bajo en nutrientes que hasta ahora ha sobrevivido en frágil equilibrio pero se encuentra muy amenazado.
Sucede por ejemplo con los corales, que por esta causa padecen la enfermedad conocida como el síndrome blanco que sólo en México ha destruido en torno al 40 % de esta especie.
Paradójicamente esas mismas circunstancias aceleran el desarrollo de otras especies como las algas, que en el caso del sargazo crea verdaderas islas flotantes, de hasta miles de kilómetros cuadrados, que afectan gravemente a los ecosistemas, ya que tapan el sol y reducen tanto los niveles de luz como los de oxígeno, perjudicando a peces, pastos marinos y corales.
En la COP25, la Unión Europea intentará ser ejemplo de conservación marina con normativas como la Política Pesquera Común, que busca desterrar la sobreexplotación pesquera, o la Directiva sobre Estrategias Marinas cuyo objetivo es que los mares alcancen el denominado Buen Estado Ambiental para el año próximo.